Para no empacharse
-Te vas a empachar.– Decía con su tono de tragedia: “te vas a caer”, “te vas a enfermar”, “un día te vas a acordar de mí”. Nunca eran advertencias, más bien era un ritual: yo hacía media acción mal y ella me echaba la sal para que terminara. “No dejes para mañana...”
Pero yo no conocía otras formas. Frente a su escrutinio, en la mesa, se me ocurrió decirle que así comíamos en la facultad, que si no el olor a quesadilla lo perseguía a uno en el salón, que si no luego la voz de la Teoría Crítica no te entraba por los oídos porque al abrir la boca para morder la torta se cerraban como escotilla.
En lugar de mi defensa, me declaré culpable. Y comencé a mordisquear manualmente, como quien se da cuenta que respira. Consciente, uno acaba temiendo por su vida. También con la comida se piensa en la existencia. Masticas y masticas, pero nadie te dice cuándo parar, ¿en cuántos mordiscos el bistec está listo para ser tragado? ¿Y el brócoli? Me desespero. Vuelvo a la mordida de aspiradora y trago enseguida. El agua se lleva lo que permanece en los dientes.
De pronto, comienza una danza en mi estómago. El pueblo se retuerce contra las paredes del pequeño mundo y llama a sus dioses con sacrificios asesinos. Dios responde con lava, un fuego inclemente, arbitrario, placentero. La tierra vomita sobre sí. La muerte claudica sobre mí.
Acostumbrado y apenado dejo el plato en el fregadero.
–Provecho.– Me sonríe. Ella come mientras cocina, nunca tiene plato, ni facultad, ni tiempo, pero engulle lento para no empacharse.
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