Aposté con Dios

Quisimos ganarle al cielo, pero el juego estaba amañado. En 2021 la muerte rozaba nuestras mejillas; a mi perro le dio un beso de Iscariote. No fue coronavirus, sino un débil moquillo. No murió al instante porque mis padres y hermanos lo dieron todo, se volvieron ludópatas desesperados, niños ingenuos. El veterinario sentenció: con un tratamiento tenía probabilidad de vivir: uno en dos; águila o sol; ser o no ser. Y no fue, murió.


Antes de morir se volvió esquivo, huraño y renqueante. La última noche no dormí, sabía que en cualquier momento su desgarrador silbido se detendría. Quería besarlo, abrazarlo y dormir a su lado, pero temía que mis berridos lo asustaran. Me comía los labios, mientras mi cabeza terminaba de licuarse y mi corazón se hervía. Yo no quería que se fuera, así que lo negué hasta tener la certeza: el cuerpo frío y su ausencia. Pero el temor no se niega, así que por eso el debate y el insomnio. 
Al igual que mi familia, le rogaba al perro que luchara, que fuera más fuerte. Creía que ante el deceso las emociones nos volvían débiles, así que lo dejé solo. Al siguiente día murió en mis brazos y por fin pude llorar.
Intenté, como dice Reyes (citando a Chesterton), “distraerlo con la imagen de las cosas felices” (Reyes, 1961). Me ilusioné con la promesa de que viviría si lo dejaba luchar por su vida y no lo distraía. Confiaba, al igual que los otros, que de un día para otro se recuperaría y correría a mis brazos. Solo era el temor cubriéndose con la retórica. Me volví un hombre en campaña jurándose al estado de su corazón que todo estaría bien si confiaba en mí. 


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