El día que mamá murió

Mi mamá murió cuando comencé a leer. No me di cuenta hasta los 21 años. Esta tarde la encontré en su cuarto desparramada, hundida sobre unas sábanas deshechas y sin cobija. Lo único que intentaba abrazarla era un libro que yo había comprado la semana pasada en una feria. Estaba hundido en su pecho, abierto. La descobijé y miré su avance: diez hojas son suficientes para el arrullo. 
Mi mamá leía, sí. Pero siempre fue frente a mí, nunca a escondidas. Me leía sobre lunas y bajo soles. Me leía a mí. Y cuando fui lo suficientemente egoísta para revisar historias sin ella, no la volví a ver con libros sobre el regazo. Comenzó con los trabajos que habrían de ser su literatura toda la vida: restaurantes, comercio y atención a clientes.
Aunque creo que ella estaba preparando su descenso. Sabía de la irremediable muerte del cuerpo, quizá lo leyó de adolescente. Pero su espíritu se resistía en cada palabra que me dictaba, en cada imagen que dibujaba con su voz amarga y cálida. 
El espíritu de mi madre se incorporó en mi ser en sesiones de 30 o 40 minutos. Las primeras, a los 6, 7, 8, después de la cena, bajo las lluvias de agosto que destrozaban las tapias o frente al refrigerador que nos rescataba del veraniego bochorno. De esas juntas se desprenden en mi imaginario A golpe de Calcetín o El Alquimista, obras que me enseñaron a leer, pero nunca a amar la literatura. Yo no amaba devorar páginas y páginas, amaba pasar tiempo con mi madre.
Y cuando la abandoné, también abandoné las letras. Conseguía más satisfacción en ecuaciones y principios científicos o en cuentos que me seguían enseñando a leer, pero no a amar. No volvimos a pasar noches juntos, mas que para cenar. Fue ahí cuando se agravó su enfermedad. Series de 10 temporadas, trabajo y quehaceres reemplazaron aquella pasión. No hubo resistencia. Muerte pasiva.
Los dos alejados de la literatura, no parecía raro en un México moderno. Pero el primer hachazo atravesó mi cráneo una tarde solitaria en CCH. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.” En un solo día el existencialismo francés había quebrado mi indiferencia. Mi mamá sobrevivía en mí.
Comencé a leer por ella, para ella. Dostoievski, Kafka, Camus, Sartre, Hesse. Hoy leo para mí. Hemingway, Fitzgerald, Rulfo, Garro, Woolf, Twain, Ishiguro.

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