El correo perdió una carta

A Maliachi

Estimada Fabiola:

Iba a reclamarle al tiempo que no nos deje continuar con la charla, pero es sordo y está ancho devorando todo signo de estabilidad. Aún así, las sobras de los recuerdos nos alcanzarán para llegar hasta acá: el final. Regreso al primer día porque está impreso en mi diario: 


Mientras la profesora de literatura terminaba la monografía de Rayuela sobre su escritorio, erguida en ese negro envoltorio pegado al talle, mis ojos miraban a un horizonte sin ****, un azul sin nubes que me obligaba a leer a Cortázar después de la ruptura (agosto, 2024). 

 

Fue solo un comentario sobre la riqueza de Rayuela, y claramante mi relación terminó pronto, pero fue ahí que me di cuenta que la luz ya medio muerta de mi alma podía seguir reflejando pensamientos creativos o videncias destructivas. Si este curso tuviera cuerpo estaría enamorado, querría que continuara conmigo hasta la muerte. Rogaría por su cariño. Nunca he amado así.

Aunque quizá todo el ciclo académico funcionó más como una figura paterna/materna que me guiaba por lindes peligrosos, fui un niño desfasado. Me soltaste a tiempo. Hoy sé que quiero escribir y en mis escritos aparecen Piglia y Pacheco, las vanguardias con su Rimbaud, su Mallarmé y su Maples Arce. 

Octubre se presentaba con ojos de suicidio: tajante, radical, final.

Escribir, en cambio, me ofrecía un inicio al azar. Escribir es jugar (a veces la ruleta rusa): de un lado hay diversión, satisfacción, placer, éxtasis. Una adrenalina en medio. Pero, del otro lado, miedo, riesgo, endeudamiento, acercamiento a la muerte por el camino al fracaso. 

Espero ser un ruletista como el de Cârtârescu y no morir más que por mi propia mente.

Gracias.

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