III. Humo y sal

A Marco y Paulina

El día que comenzamos a andar, Z y yo fundamos una casita de adobe cerca del mar. Nos creíamos José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán. No Adán y Eva porque la inocencia del Edén estaba muy lejos de nuestros traumas de pueblo. Todo nuevo amor siempre cree ser una pareja fundacional; alguna se aventura y cree ser fundamental.

Pero nuestro Prudencio nunca desapareció. Sobre todo, porque no estábamos huyendo de él, andábamos como moldeándolo. Prudencio es el silencio que nunca aprendimos a callar. A veces ella cubría mi oído con su boca y sentía al mismito mar arrullándome. A veces yo le cantaba al cuello y ella hacia el amor con el viento. Y nada más. Fuera de eso no hablábamos. Yo me sentaba a leer en el estudio con tres cafés en la mesa y ella rodaba de la arena al mar. Parimos dos mutismos que nunca supieron de fraternidad.

Luego lo obvio: el silencio no soporta la compañía; es mal anfitrión y hace todo por recuperar su soledad. Lo único que fundamos fue una decepción. 

Dejó de ponerme el nácar en la oreja y yo dejé de hacer conciertos en su nuca. Lo hicimos para que sonaran otros ruidos, pero nada. En nuestro abrazos no había cohesión de amantes, apenas una fricción de plástico. No existía la determinación ni el coraje que lleva a sacrificar la vida por el otro. Llegamos a pensar que en realidad éramos sordos.

Terminamos en invierno, cuando no podíamos ya negar las cosechas muertas. Aquel día llovió y en mi cuerpo oí el eco de cien conchas quebradas. Quise decirle, pero el mar se la tragó. El primer ruido en cuatro meses de humo y sal.

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