II. Estrategia contra el silencio

Elegí desde niño no apostarle al silencio porque mis padres se endeudaron con él desde jóvenes; y ya no pudieron arreglar la ruina de sus vidas. Aún así heredé la deuda con un interés particular. Mi silencio interior fue embargado por unos cobradores enfadados. Quedé sin calma por dentro y solo dejaron ruido.

Un día llegó una tropa de pensamientos a mi hogar, decenas de soldados se volvieron huéspedes que atender toda la jornada, y me ocupaban con dolor y miedo. Al principio no aparecían a diario, simplemente buscaban posada cuando las cosas se ponían más frías. Después me di cuenta de la necesidad de tenerlos en casa. En momentos de sosiego los ruidos de bombas se oían a lo lejos y yo me acercaba para ver si podía ver a algún tirador. Corría por los sobrevivientes y los curaba, pero al siguiente día los hallaba desfigurados. Nunca paré, se volvió un ritual. Quise terminar con la violencia, pero quizá solo le di más cuerpos para torturar. Sobrepensamiento, overthinking.

Más tarde aprendí a nombrar la guerra: Ansiedad. La obsesión con la violencia era solo un síntoma. En una lucha de submarinos escuchar los silencios asegura la supervivencia. Pero como en Das Boot, mis preocupaciones dependían más de la espera de lo malo que de la realidad. Me acostumbré al conflicto inventándole causas. Como vietnamita esperaba ganar resistiendo.

Rellené pozos a cubetadas para que todos mis batallones estuvieran hidratados. Y cuando el agua se me acabó, usé mi sangre. 

Mi padre danzaba para mí. Cada andar tenía color rojo, cada bofetada al aire sabía a hierro, sus gruñidos olían a azufre. De toda esa mezcla, cual alquimista, separaba emociones. Aquel adulto era una mina descompuesta y debía matar a alguien al azar. Solo oyendo, huyendo, pude salir completo. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

¿Cómo llorar?

Poema sin fin

Para no empacharse